martes, 20 de marzo de 2012

Y SIEMPRE ERA LA ÚLTIMA VEZ.

Había una vez, una aguja en un arrozal. El viento me decía que no valía la pena buscarla, tan pequeña ella y tan grande el campo aquel. Mi cordura y yo, no nos entendemos bien con las cosas que el viento dice. 
La aguja está conmigo.

No tengo claro cuando fue. Quizás no haga tanto tiempo como mi cabeza quiere pensar. 

Acostumbraba a repetirme que aquella temporada sería ya la última, que no habría más licencias, ni más nervios antes de las carreras, ni más gastos, ni más domingos sin aperitivo a medio día…
Buscaba competiciones y recorridos que pudieran irme bien. Miraba listas de inscritos y calculaba mis posibilidades. Y siempre, nada más terminar algunas de esas pruebas, me decía a mí mismo, que no volvería más, que se había acabado mi supuesta ilusión o capricho con aquel lugar, aquel recorrido… demasiado sufrimiento para mi cuerpo.

Curiosamente y por culpa de la ceguera (la mental, que la otra todavía me deja…) con el tiempo me di cuenta, que aquellos lugares de los que renegaba por siempre jamás, habían sido durante semanas, los que más me habían ilusionado, los que elegí en detrimento de otros, a los que una corazonada me había dicho tiempo atrás, que debía acudir.

No tengo claro cuando fue, pero un día entendí, que el sufrimiento del que renegaba no provenía de mis piernas, sino de mi cabeza.
Entendí que los resultados, buenos o malos, nunca me llevaban a ninguna parte. Cuando lo hacía mal, a nadie le importaba mi desilusión, nadie quería saber nada de lo extenuantes que eran mis entrenamientos, ni de lo injusto… por tanto, que eran aquellos resultados. 

Cuando lo hacía bien, cruzaba meta y a veces, incluso siendo el que levantaba los brazos, ése instante era el único en el que me sentía completo… un segundo… poco premio para tanta búsqueda. 
Empecé a competir de forma diferente. Buscaba competiciones y miraba el entorno antes que el recorrido. Llegaba y observaba a mi alrededor a la gente. Me fijaba en los voluntarios, en los organizadores, en los demás competidores. Todo un mundo, o varios de ellos, a mi alrededor… y yo sin saberlo, cuando sólo miraba hacia delante y sólo había una meta.


Las carreras ahora son, un montón de días entrenando con la ilusión que sólo los críos parecen tener, otro montón de momentos con la gente, saludando, conociendo, reencontrándote, un apretón de manos, un: “¡que te vaya bien!”,  y también un: “¿qué tal, cómo te ha ido?”, un trozo de fruta, un botellín de agua que bebes mientras cuentas y te cuentan la parte de la batalla que cada uno ha vivido. 
A veces, un: “enhorabuena mákina¡¡” y otras un: “lo siento mucho, otra vez será..”, y le siguen minutos hablando de proyectos y el rato que a veces no quieres que llegue, el de despedirte de los amigos, de los nuevos, de los de parasiempre… no sabes si hasta el próximo año y dices eso de “¿quién sabe…?”. 

Y en medio de todo esto, hay un paréntesis, dentro del cual, llevas un dorsal puesto, y juegas al juego de tus ancestros, el juego de… ser más. Más rápido, más resistente, más fuerte, más que ellos, más que tú mismo… pero esto solo dura un rato.
El rato del dorsal es la excusa para estar allí, pero estar allí es la razón.
No hay agujas perdidas, ni causas imposibles, solo hay quien hace caso al viento y no intenta encontrarlas. 

Llegó un día que lo cambió todo, y fue cuando pensé, que aquella sería la última vez… que me diría que era la última vez para nada.

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