martes, 27 de marzo de 2012

El ramo de flores que nunca te regalo.

No es que seas todo lo que tengo, es que eres todo lo que necesito.

 Esta mañana me has visto con una sonrisa en la cara, igual que ayer y que el día anterior.

  Eres la única persona que sabe lo feliz que fui el viernes por la mañana, la única que sabe cuanto me importan las cosas que… en apariencia, carecen de tanta importancia.

 Fuí al colegio, al mismo en el que tú estudiaste de pequeña. Llegué para hablar de mi deporte, de las olimpiadas... y yo entendí que un poco también de "mis cosas"... o tontunas varias.

 Tres cursos de buena mañana. Y toda la mañana delante de las miradas de los niños que escuchaban y reían de vez en cuando.

 Escuchaban y miraban las imágenes que con tanto mimo y cariño preparaste para que les expusiera. Y no imaginas esas caras. No las imaginas, aunque… si miras la mía mientras te lo digo, sabrás seguro de qué hablo.


 Cuando empezó la primera clase, justo antes de empezar a hablar, miré al fondo y pude ver a un niño en un rincón, mirándome y en silencio. Se le veía tímido, solitario y, por momentos, hasta me parecía asustado. Nunca levantó la mano para preguntar, aunque ponía toda la atención del mundo en mis comentarios y en las preguntas que los demás niños me hacían.

 Les hablé de triatlón sí, y de olimpiada también, pero sobre todo de deporte, de salud, de la vida que se salva por llevar un casco sobre la bici y hasta del maravilloso milagro que supone ver a una persona con alguna discapacidad, enfrentarse a su destino y cambiarlo… sólo con el corazón. 


 Es curioso, pero en cada charla que daba y en cada clase, la mirada se me iba siempre al fondo de la sala y volvía a ver al mismo niño, callado, tímido, serio y en apariencia, asustado.

 Me das la vida. Eso ya lo sabes. Y lo haces cada día, alimentándome de tranquilidad, curtiéndome de humildad y limando todo lo malo que tengo y traigo desde pequeño. Eres mi regalo, mi cumpleaños diario. Mi suerte. Y esto, si acaso, es el ramo de flores que nunca te regalo.

 
Que no te preocupe mi descaro, ni mi poco miedo ya a la gente y a sus juicios. Me he acostumbrado a lo inevitable, a lo normal de tu compañía, a quererte.

 De pequeño, sabes que tenía una de tantas discapacidades, de la que apenas, supongo, quiero acordarme. Me daba miedo la gente, los demás niños, a veces la vida entera y siempre, siempre… me daba miedo el miedo.

 Cuanta más gente me rodeaba, más solo me sentía y el colegio se convertía en un enorme desierto y yo en un insignificante grano de arena.

 Era incapaz de hablar delante de todos, el temor me hacía tartamudear y tartamudear me provocaba pánico… apenas era capaz de hablar delante de una sola persona sin temer su risa, su rechazo… apenas me acuerdo sí… pero sé que me sentía morir por dentro cada día.

 Cuántas veces te habré contado la enorme suerte que tuve con alguna gente. Algunos que me veían, incluso, cuando me creía invisible. Recuerdo con cariño a Ginita en el colegio y a Antonio Luis más tarde. Asideros, ellos, de un crío que temía ahogarse.

 
 El viernes por la mañana fui feliz, mucho. Ninguna prueba ni reto de los que llevo o me queden, superará ya mi resoplido de alivio, mi descanso después de tantos y tantos años. Ninguna me hará tan fuerte.  Quién me iba a decir, que  uno de los pocos temores que me rondaban el alma, acabaría por irse.
Y tú tienes tanta buena culpa de esto… tú, tu compañía.

  Tengo que decírtelo, aunque me repita y esté de más mi insistencia, aunque lo sepas… aunque sepas que no es que seas ya, todo lo que tengo, sino que eres todo lo que necesito para seguir.

Era la última clase. La última hora. El último instante. Había dejado de hablar y los niños aplaudían.

 Miré al fondo de la clase y aquel niño, inmóvil y de cara tranquila, me miraba sin pestañear.

 También yo le miré durante unos segundos. Los suficientes para ver cómo se levantaba, se acercaba a mí y comenzaba a sonreír. Estaba feliz, aliviado, tranquilo y en paz… como yo. Y como yo también, tenía cara de cansado. Cansado de tanto silencio, de tanta tristeza, de tanto miedo.

 A tí puedo contártelo, porque sé que me creerás cuando te diga, que nada más abrazarme, la imagen de aquel niño desapareció en el aire, y lo hizo sonriendo, con cara tranquila y con más fuerza. Imaginándose mayor algún día, con ilusiones por todo... por cualquier cosa. Y quien sabe si, incluso, hablando alguna vez de sus sueños en una clase repleta de niños, igual que la que yo, el pasado viernes, tenía.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Creo que no es necesario que se lo diga, pero ya sabe usted que tiene mi horario de clases a su entera disposición.

López.