lunes, 8 de septiembre de 2014

CCC du Mont Blanc... o cómo correr en la casa de los gigantes.

¿Cómo te lo cuento?


- El camino corto del cuento acostumbrado, va por la senda del llanto fácil por la dichosa mala suerte que nos persigue, de la heroicidad habitual que nos gastamos para superar esa fortuna ingrata y de hacer creer al mundo, que somos especiales, únicos y capaces de todo lo que nos propongamos.

- El camino largo de la historia interminable, va por la cuesta de en medio, la que no termina nunca y suma, a la senda de antes, el despropósito de engañar al personal con medias verdades, y pretender que acabe creyendo que a la montaña fuiste solo, que tus circunstancias previas fueron las más duras, que tus pasos por bosques, alturas, ríos, raices y rocas, fueron casi imposibles y que a nadie le dolió… el dolor, tanto como a ti.

- El camino real del relato real, va por las líneas que te voy a escribir.

Estoy hecho de huesos rodeados de carne y por mis venas corre sangre. No hay más. 
Soy pequeño.

Hace unos días estuve en una casa de gigantes. Tenía que elevar la barbilla todo lo posible para intentar apenas, verles la cara. Era la casa del Mont Blanc.

Llegué hasta Chamonix desde un lugar donde al monte se le llama monte, porque llamarle montaña es vestirlo con demasiada talla.

Vine de pedalear, nadar y correr tan rápido como las piernas y el corazón me dejaron, a un mundo donde saber caminar y controlar cada paso, te puede muy llevar lejos…pero se ha de ser paciente y aprender a hacerlo.

Y una vez he vuelto,  tengo la sensación de haber tocado al timbre de la puerta, demasiado pronto. 

Cómo un intruso.
La sensación de haber molestado a los gigantes antes de la cena y de haberles servido de aperitivo.
A pesar de disfrutar como pocas veces de un viaje, lugar y sobre todo, de la compañía,  una vez me puse el dorsal y hasta hoy, una ligera neblina en el recuerdo me dice que no he sido digno de ésta prueba, de este lugar y menos aún, del espíritu de deporte que creo llevar dentro… siento que mi falta de respeto ha sido por exceso de confianza, o demasiado desconocimiento.

Sé cuando debo ser exigente con mi rendimiento y cuando… pocas veces ya… con mi resultado. En ambos casos, el sueño no se me altera.
Pero soy autoexigente, hasta el imposible, con mi salud.

Da igual la posición final y el tiempo invertido, si conseguí terminar o pude quedarme a medio camino, lo importante es la sensación y convicción de que me metí en la casa de los gigantes, pretendiendo mirarles cara a cara sin más. No con chulería, pero sí con la tranquilidad del iluso que le quita el hueso al perro mientras come y no piensa en la mano con la que lo hace.
No hace falta ir con buenas pretensiones que luego no se cumplan para no estar satisfecho del todo. Basta con no contar con el “¿y sí no todo sale bien?”…

Soy más pequeño aún de lo que imaginaba y la montaña pudo conmigo. 
No me cuesta reconocer la verdad, porque la verdad es demasiado grande y no hay donde ocultarla.
Y no tengo tristeza, mire usted. Si acaso, una buena dosis de rabia interna.

Los cinco gigantes. 
 
Los gigantes me aplastaron, los cinco con los que me tocó “conversar” durante más de 17 horas.

El primero me dejó exhausto y apenas sin oxígeno para la primera y corta bajada. Las piernas se fueron y ya no volvieron en todo el día. Subíamos a 2500 mts.

El segundo me apretó el pecho y me nubló la vista. Otra subida a 2500 mts.

Al tercer gigante, además de no dejarme conversar, le caí mal. Me engañó al principio y me hizo creer que tras ver a mi mujer y a mi hija un momento y con ocho horas ya de carrera, todo sería más fácil.
Antes de los dos mil metros, tuve que sentarme sobre las rocas varias veces, para comer y aprovechar la parada para tomar aliento.

Antes del cuarto, otro más de dos mil metros de altura, llegado a Trient, las mesas dentro de una carpa y los alimentos se convirtieron en paraísos donde los manjares se amontonaban. Las sopas de fideos calientes, los bizcochos, el pan y el queso… todo lo que durante las 10 u 11 horas anteriores habían sido “cosas de avituallamiento”… ahora eran tesoros que a uno le apenaba dejar al reemprender la marcha.

Miedo.
Intenté hablar con el cuarto gigante, pero apenas me dejó saludarle un mísero kilómetro. Abajo era de día y al llegar arriba, la noche se cerró como cuando te cae un manto negro encima. Y a medida que la luz se iba, el chispeo se volvía lluvia fina, y la lluvia agua sobre, dentro y bajo el cuerpo y los pasos.

En mi ilusa predicción, la noche no duraría tanto como para preocuparme… ilusa predicción, repito.

Descender... algo tan simple...
La bajada donde supe que no estoy hecho ni soy capaz de “hablar” con estas montañas, me provocó desde el principio y durante una hora y media, todo aquello que no busco, no quiero, no deseo encontrar y esquivo con todas mis ganas en este necesario vicio que tengo del deporte. Miedo.
Tuve miedo y por momentos hasta pánico.
Y si acaso me queda algo de vergüenza, no la voy a gastar por no reconocerlo.

Una luz delante de ti que se mueve al ritmo de tu cabeza, de tus pasos, de tus saltos sobre piedras. Unas sendas donde el barro esconde huecos, piedras y raices que te retuercen los tobillos como culebras en árbol. Lluvia que no te deja helado… si no te paras… pero que no duda en recordarte si lo haces que, aunque no los veas, cerca hay glaciares.
Resbalas mil veces de cada mil y un pasos, y si no levantas mucho los pies para apoyarte mejor… chocas con los dedos contra piedras que no ves y los dedos se quejan… alguna uña te grita y se despide…

No quiero seguir. No reniego de donde me he metido, la noche es igual en todos lados.
Sé que estoy en un lugar tremendamente hermoso, tanto que no puedo explicarlo sin sentir la impotencia de quedarme corto.

Pero hoy no quiero seguir. No puedo bajar esta montaña. No sé cómo hacerlo. Entiendo que mi torpeza no es una falta imposible de solucionar… porque veo como otros lo hacen y se alejan, pero yo no,  ni ahora, ni aquí, ni con esta fatiga.
Si llego abajo buscaré donde me recojan y dejaré el camino inacabado sin ningún problema. Solo me faltarán 16 o 18 kilómetros, pero no me veo capaz de hablar con el quinto y último gigante y su bajada.
Tengo la sensación de que cada uno de ellos me ha ido avisando que el siguiente sería aún peor, más duro y más intransigente conmigo y mis intenciones.

Esto ya no es deporte. Se convierte en la ceguera de un cegato real, de quien lucha con algún demonio interior que no le da tregua. Y me debato entre esa idea y la de que mi hija ha nacido para mandar al sótano del infierno a ese demonio y los que tengan que llegar.

Mojado hasta la médula, con frío, con el dolor que todos los demás llevarán y sabiendo que esto es así y que puede ser aún peor, entiendo que mi carrera terminó hace horas.

En la última carpa del último pueblo antes de Chamonix, busco antes de nada la sopa de fideos caliente… y que la idea de un cuenco con sopa me pueda motivar tanto durante tanto tiempo… no tranquiliza.

Luces.
Y entonces vuelve a aparecer Inma y reconozco que eso fue más emocionante aún que la propia llegada a meta. No es ya que no la esperara, es que sentía como si las horas se hubiesen convertido en meses desde la última vez. 

Por segunda vez, me puse ropa seca arriba. Cambié los calcetines y preferí no mirar mucho a esos pies, a la piel blanca, arrugada y helada de debajo ni a la morada, sucia y “ampollada” de arriba… y todo entre lastimeros quejidos y preguntas… Inma, no sé qué hacer… tengo fuerza para llegar pero el miedo a la última bajada es mayor que las fuerzas. No veo. No sé por donde piso. No veo…

Cada carpa me retiene un cuarto de hora y esta además, no me quiere dejar salir… ni yo quiero que lo haga.

Inma no me anima a que siga. Hace lo que siempre ha hecho y me mantiene en pie. Me da cordura.
Cree saber lo justo del deporte y sin embargo, sabe mucho más que yo. Llegados a este punto, ni pienso ni sé… y ella me hace pensar y encontrar la forma de tener un mínimo de sensatez.
Sigue y sube. No bajes si no lo tienes claro. Que te recojan o llega cuando tengas que llegar. Yo te espero allí, en la meta, a la hora que sea.

Ha dejado de llover un poco. Salgo fuera y respiro hondo como si fuese a tirarme en caída libre la primera vez…
Fuera, ella me da tranquilidad y no es casualidad, que una de las personas que me animó a subir montañas esté allí también. Alberto.
Plazas está esperando el paso de Bárbara que está haciendo una tremenda prueba.
Cuando la mente afloja, cada palabra de ánimo se la guarda uno en la mano y aprieta el puño con todas sus fuerzas para que no se escape. Las de Inma y de Alberto… las justas y necesarias para llegar.

Último gigante. Últimas horas.
Vuelve a llover y nos dejan la gracia del gigante de los vientos para el final. La Tête de Vents. Otros dos mil metros. Pasos de buzo con escafandra y botas de plomo… y niebla… niebla espesa como la nata. 
Sigue chispeando y miras al suelo buscando la ruta porque la cinta está frente a ti, y la niebla no te deja verla. Las piedras sucias son el camino.

Tengo hambre… si no como acabaré parando. Si paro acabaré helado. Si no paro y no como, no acabaré ni en pie siquiera.

Dos pasos, un bocado. Dos pasos más, un trago…

Última bajada. Está todo mojado pero no llueve. No hay niebla. Me siguen pasando… como llevan haciendo desde hace ocho horas. No quiero ni describir cómo van esos a los que paso yo…

Chamonix a las dos y doce minutos de la mañana…17 horas y 12 minutos después.

Creí que sentiría alivio al cruzar la meta, alegría y que incluso alguna lágrima aprisionada saldría por fin a tomar el aire, pero no fue así… porque todo eso ya lo había hecho apenas unos minutos antes, nada más terminar la última bajada, la oscuridad y las largas charlas con gigantes que no me dejaron decir nada durante diecisiete horas…

Aunque yo, en voz baja, casi susurrando, no cayé…

No me voy a vengar, porque no me habéis hecho nada. 
No quiero revancha de una derrota que no ha existido, porque no vine a pelearme con vosotros. 
No voy a ser tan iluso como para gritaros, gigantes... ahora que estoy lejos y entre montes. Con hablaros cara a cara algún día y que me escuchéis me conformo… será buena señal. La de que he aprendido algo, he sabido entenderos un poco y me dejaréis ver donde poner los pies, cuando la noche os cubra y desaparezcan los caminos.

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