Medio
kilómetro más...
He bajado
caminando desde el Veleta. Pero hace ya, muchas horas que la palabra -competición-
se ha diluido en el aire y el aire se la ha llevado.
No quiero
correr más.
Arriba pensé
que tardaría semanas en poder volver a hacerlo, pero conforme he ido bajando,
el pecho me palpitaba menos y los pulmones volvían a llenarse de oxígeno.
Y aún así,
no necesito correr más hoy, con el reloj metido en la mochila, bajo caminando y tranquilo.
Medio
kilómetro antes de meta, una chica espera a alguien y me anima.
"Ya lo
tienes", me dice. "Enhorabuena".
Enhorabuena... pienso. ¿Cómo entender que se me felicite por llegar en
este estado...?
Hoy es martes.
Recuerdo que el sábado por la tarde, en ese instante escuchaba perfectamente al
speaker y el bullicio de la gente en la plaza y pensé entonces que ya había
terminado todo...
EL SOL BRILLA TANTO ALLÍ ARRIBA...
Una hora y
media antes, estaba arriba.
Un terraplén
de doscientos metros en línea recta y un 50% de desnivel, se come otros 15' de
mi día y lo peor está por llegar. Coronar.
Cada pocos y
lentos pasos, me voy deteniendo para respirar y aliviar un poco el dolor de
cabeza que me provoca la altitud. Me voy sentando en todas las rocas que no me
obligan a agacharme demasiado. Jamás en mi vida había caminado tan lento
dándolo todo...
Pienso en
cosas sencillas. Cuento los pasos hasta la siguiente roca o giro de la senda y
vuelvo a sentarme. El sol brilla tanto allí arriba que cuando cierro los ojos,
sigo viéndolo.
Y cuanto más
subo, más caigo.
Me pregunto, como llevo toda la vida haciendo,
porqué he seguido...
Más que sentir, soy consciente de que me he equivocado. Me viene a la cabeza, un amigo, un buen amigo al que la montaña se le llevó a otro ser querido hace poco.
No tiene
ningún sentido sentirse más pequeño aún de lo que uno es. Hay cosas que no hay que hacer. Líneas que no hay que sobrepasar.
No tiene sentido verte
tan vacío por dentro como un pozo sin agua, un final sin luz.
La altitud
me ha vencido. Nunca hemos sido amigos. Me ha ganado la partida desde hace
horas y ahora me está aplastando.
Al llegar
arriba, al punto más alto de la prueba y sabiendo que pocos minutos allí sin
moverme me harían pasar mucho frío, me senté sobre la tierra junto a los dos
voluntarios que me daban agua y onzas de chocolate.
Entonces me
acosté y antes de apoyar la cabeza en la tierra ya había cerrado los ojos y
pensé entonces que ya había terminado todo..
AMANECE Y DESPIERTA.
Desde Guejar
hasta Pradollano, muchos kilómetros y horas antes, los ojos agradecieron, no
solo la llegada del día, sino comprobar que las rampas no eran tan difíciles
como lo fueron durante la noche.
Llevaba más
de nueve horas pero sentí como si algo dentro renaciera. Pensé que por una vez,
había obrado bien desde el principio y lo mejor estaba por llegar.
Subí
confiado a la vez que tranquilo. No dejé de comer y animé a todo aquel al que
pude alcanzar. Les veía subir lentamente y sentía su esfuerzo porque así había
estado yo buena parte de la carrera. Lo sentía y hasta sentía sufrirlo también.
TAN CERCA. TAN LEJOS.
Y el
espejismo duró apenas dos horas. Llegando a Pradollano y en poco tiempo, pasé
del sosiego al agobio, de la tranquilidad al pulso acelerado y fuí cada vez más
y más lento.
Acababa de
mirar al Veleta y de pensar que, poco a poco, lo haría... y en un momento,
volví a ver el pico y aquel parecía
haber crecido hasta el infinito. Vuelvo a empequeñecer más aún que antes y
entiendo que al infinito no se puede llegar. Yo no llegaré nunca. Porque al
infinito se llega con los sueños cuando tienes años de joven, y a mí las dos
cosas se me van acabando con el paso del tiempo.
Entrar en
Pradollano fue sencillo. Mi mujer esperaba con la niña dormida en brazos. Y eso
me alegró más que el día, la vida.
"No sigo. No puedo más. -Me duele una rodilla mucho y no quiero lesionarme..." Le dije.
Y era
cierto, pero no era tanto. Era una verdad a medias repetida tantas veces que
hasta llegué a creérmela. Necesitaba una razón lo suficientemente grande para
no seguir, porque temo. Sí, temo.
"¿Te
paras aquí? El coche está ahí mismo", me dijo.
"No,
voy hasta el avituallamiento, cien metros más".
Llegar allí era mi
consuelo. Terminar por completo esa penúltima etapa del día. Llegar a
Pradollano y que no tuvieran que trasladarme desde ningún otro lugar.
"Yo me
quedo aquí. La niña pesa mucho y no puedo seguirte". Me dijo.
"Ahora
me llamas y me dices. Aquí estamos".
Quise
decirle entonces cuanto lo siento. Cuanto siento no hacer lo suficiente a
veces, para que se me vea feliz.
Y lo
suficiente, de sobra sé que casi siempre es, mucho menos de lo que pretendo.
DAME AGUA Y GALLETAS DE CHOCOLATE.
Dentro del
edificio, me aplauden al llegar. No sé ni qué comer, no tengo hambre. Solo
quiero sentarme.
Cojo algo de
arroz y pan y me siento.
El plato
sigue intacto y yo agacho la cabeza sobre las manos. Los voluntarios me animan
y les pido que no sigan, porque yo no voy a seguir.
No sé si
abatido es la palabra. Sólo es una prueba deportiva y un lugar al que puedo
volver siempre que quiera, sin necesidad de dorsal. Pero yo, como tantos otros,
he elegido ese día. Ese mal día.
"Me he
retirado...", les digo. Ha podido conmigo. Otra vez. Pienso, asumo y
respeto todo lo que puedo.
Pensé
entonces que ya, por fin, había terminado todo.
Más de media
hora después, y aún allí, veía como un espectador más a los corredores entraban
exhaustos por una puerta y tras comer, salían y continuaban por otra distinta.
Ya respiro bien y sigo con las manos en la
cara. Me froto los ojos y me rasco el pelo. Me voy enfriando y empiezo a
preguntarme qué puerta escoger.
"Dame
agua y galletas de chocolate. Muchas. Me van a hacer falta... maldita sea",
le digo al buen voluntario.
El sonríe. Pero
yo no. No está bien lo que voy a hacer.
Salgo por la
puerta. La puerta pequeña. Y empiezo a subir caminando sin alzar la vista.
"He de
llamarla y decírselo rápido para no arrepentirme o darle tiempo a una palabra
de preocupación" pienso.
Y sé que la
dijo. Sé que de alguna manera, me pidió que no siguiera. Pero esperó a que
cortara la llamada para hacerlo. No es justo para ella. No lo es. Saber que hay
cosas que soy incapaz de cambiar.
A partir de
ahí, no hubo ni un segundo de alegría en mis pasos.
Cuanto más
me acercaba al sol, más oscuridad había... Cuanto más soplaba el viento, más
silencio escuchaba... Cuanto más miedo tenía, más difícil se me hacía mirar
atrás y volver.
GRANADA ES LUZ. Y NOSOTROS, LUCIÉRNAGAS.
A las doce
de la noche dieron la salida.
Medio kilómetro
más allá subíamos a la Alhambra y dentro de la ciudad bajábamos hacia el Darro.
Cinco
minutos tardó la prueba en decirme que no me quería.
Bajando por
asfalto, las piernas se bloquearon y el dolor de muslos me hizo parar y seguir
caminando, fui el primer... y único corredor que caminaba tan pronto.
Todos
pasaban y los amigos, los buenos amigos de La Sima y de Lorca, preguntaban y yo
solo les decía que... aquello ya había
terminado.
Demasiadas visitas
de este dolor durante demasiados años con una vértebra que no me dejará vivir
una mediocre vejez, me recuerdan que si me relajo, puedo continuar. Mucho más
lento y con molestias a cada paso, pero puedo seguir. Y lo hice.
Y hacerlo me
brindó una vista increíble de toda la fila de luces serpenteando las montañas
de noche por delante y cada mirada atrás duraba todo lo posible para saborear
la vista de una ciudad como Granada que brilla y se aleja. Si no crees en la
magia, tienes que verlo...
No me
arrepiento de haber continuado. Aunque solo sea por eso.
RATOS DE ESTA VIDA QUE, A VECES, DURAN DEMASIADO.
Puedo oír al
speaker en meta. Medio kilómetro y mi día más largo, llegará a su fin.
Llevo varios
minutos con leves mareos que conforme desciendo se alargan más en el tiempo. No
tengo hambre ni sed. Me he alimentado mejor que nunca pero cada vez me cuesta
más mantener la línea recta. Venía bien y empiezo a estar peor aún que allí
arriba.
(Más tarde, los dos pasos por la ambulancia y tras varias pruebas, me
explicarán que ha sido el cambio de presión lo que tanto me ha afectado. Llegué
a marearme otra vez mientras hablaba con el bueno de Pau Capell y Marta,
que se acercaron a saludar, después de tanto no pasamos apenas tiempo juntos).
Aquella
muchacha que esperaba a alguien, acababa de felicitarme antes de llegar.
La senda pasa
junto a una valla. Llega al asfalto desde donde se ve el arco de meta.
La senda
se separa de la valla. Pero yo no. La valla debe estar cerca porque algo no va
bien.
Me tambaleo. No tengo hipoglucemia, eso lo tengo claro, pero no soy capaz
de caminar erguido ni en línea.
Miro abajo y
sé que son ellas, aunque no las distingo, pero se que van a estar cuando llegue
y antes que nadie, las dos vienen a mi encuentro.
Entonces el
mundo se me viene encima. Yo no quería esto. Así no. Otra vez así, no.
Mi hija me
coge la mano y siento que me da igual llegar o no. Es más, no le encuentro
ningún sentido a hacer ni un solo metro más, aunque sean unas pocas decenas los
que me quedan.
Temo caer y asustarlas. Mi niña no sabe nada. Y entramos juntos
a meta cogidos de la mano.
La gente aplaude. Alguno grita y me da la enhorabuena desde la valla.
Enhorabuena...
Nunca, jamás
en toda mi vida, en toda la vida que he deseado ser padre, que ha sido mucha,
imaginé que la primera vez que cruzara una línea de meta con mi hija, sería ayudado por
ella.
Inma tiene dos
años y tres meses.
1 comentario:
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