lunes, 31 de octubre de 2011

Diez metros.

No tuve más remedio que sonreir. No pude evitarlo.

El dolor tiene esas cosas, esas que cuesta entender, como que sea necesario, para sentir después, que eres feliz al no sufrirlo.

Me contaron una vez trazos de una historia, que aún hoy, apenas puedo creer que sucediera.

La cama, la habitación, el pasillo y el salón en apenas diez metros.

- Dicen que los primeros días, se despertaba con las mismas ganas e ilusión de aquel al que se le va la vida en algo. Y se disponía a apretar los dientes intentando no recordar el resultado del día anterior.

Ponía los pies en el suelo, y todavía sentado, ya empezaba a sentir los primeros miles de alfileres clavándose en la piel, en la carne, en los nervios de aquellas piernas medio muertas.

Se ponía de pie, y miraba hacia el pasillo, le parecía más cercano que otras veces, y se armaba de valor, o más bien, esquivaba como podía el miedo a sufrir.

Daba igual si era el primer paso, el primer metro o a la altura de medio pasillo. Se agarraba a donde podía y se apoyaba en una de las paredes mientras apenas avanzaba. No quería llorar, y si, finalmente no lo aguantaba, intentaba que no le vieran hacerlo.

Arrastró durante días los pies por aquellos diez metros que separaban su cama del sofá en el salón. Y una vez conseguido, caía roto, y en ocasiones, debía esperar horas para hacer ganas de nuevo, y volver a la cama.

Fueron muy pocos amigos a verle durante aquellos días, pero fueron todos.

Nunca tuvo paciencia, pero aquello le enseñó a tenerla y a valorar el precio de lo sencillo, de un simple paso.

Dicen que no paraba de pensar, que precisamente eso, se le daba muy bien. Y entre esas cosas que su mente mascaba una y otra vez, una era más fuerte que todas las demás, y era la negación total a conformarse, a creer que tardaría meses en volver a andar y hasta un año en hacerlo con garantías.
A cambio, se decía a sí mismo:

-Mañana intentaré hacer otro metro… y pasado quizás, ya pueda asomarme a la ventana que me estoy perdiendo la primavera entre tanto hospital y este encierro dentro de casa-.

Dicen que un día, caminó hasta la puerta de su casa, y que al siguiente, intentó llegar a la esquina, y lo consiguió.

Días después, le venció al miedo de cada mañana, al de sentir dolor, y le dio la vuelta a toda la manzana.

No hubo padres ni hubo hermanas aquellos días, sino ángeles de la guarda, que, a pesar del miedo y de la angustia de verle así, no dejaron ni un segundo de cuidarle y de hacerle ganar, la única carrera que no podía hacer solo. Volver.

Un día, le vieron pasar sobre una bicicleta y le acompañaba su hermana pequeña. Y cuentan, que una vez solos, en un camino, y sin que nadie les observara, él de repente,  detuvo la marcha y bajó de su bici que dejó en el suelo.
Entonces, le dijo a la pequeña: -no te asustes, que no pasa nada-, y comenzó a andar con paso rápido y al momento, lo convirtió en un trote que duró... menos que leerlo en esta frase.
La hermana pequeña, asustada, no tuvo más remedio que sonreír cuando vio la sonrisa de su hermano al volver. Seguro que hacía mucho que no le veía tan feliz.

Quizás solo fueron otros diez metros, como desde su cama al sofá, pero resumieron en pocos segundos, el final de la historia que me contaron, el final de todo y el principio de todo lo demás-.


Quien sabe qué tiene más valor, si recordar una caída o lo que hiciste para levantarte.

Todavía hay ocasiones, en las que cierro los ojos, y sin nadie cerca, tengo la sensación de que me vuelven a contar esta historia… y tras escucharla noto que ya no repiro aire, sino esperanza... y siempre acabo igual... sonriendo.
No tengo más remedio. No puedo evitarlo.

2 comentarios:

Julio dijo...

No coment!!! Nudo en la garganta

Emilio dijo...

Impresionante